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Gorée, la isla de las mujeres bellas


Gorée, la isla de las mujeres bellas

Autor: Juan Adrada

Situada a sólo tres kilómetros de la costa de Senegal, frente a su capital, Dakar, y disputada durante más de cuatrocientos años por portugueses, holandeses, franceses e ingleses, esta isla, una de las más pequeñas del mundo, con apenas 900 metros de norte a sur y 300 de este a oeste, evoca para muchos uno de los periodos más trágicos y siniestros de la historia del hombre: la trata de esclavos. Sin embargo, este lugar histórico por excelencia, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, es mucho más que su pasado oscuro. Sus calles angostas, sus mansiones pintadas de colores pastel, sus edificios emblemáticos abandonados a la ruina, sus abruptos acantilados y su playa de arena fina hacen de este rincón del mundo un paraíso para la evocación y la leyenda.

Pero lo que más destaca de Gorée son sus gentes. La risa contagiosa de los niños que se persiguen en la playa, la altivez orgullosa de los hombres que cruzan su mirada con la tuya en un claro gesto de desafío, la belleza sugerente de las jóvenes que igual que te sonríen te hacen saber que no están a tu alcance, la noble prestancia de las mujeres, auténticas herederas del porte elegante de las legendarias signares que cautivaron a políticos y gobernantes. Gorée fue mi primer contacto con el África profunda, y la experiencia no defraudó unas expectativas alimentadas durante años por sueños juveniles y deseos de aventura frente al mapa inabarcable de todo un continente. África incógnita, exuberante y llena de vida. África castigada, abandonada y peligrosa. Allí estábamos, en el África que tanto habíamos imaginado.

Compañera inseparable en todos mis viajes, mi esposa Elvira y yo esperábamos en el puerto de Dakar nuestro turno de embarque, junto a una muchedumbre animosa que se preparaba para pasar en la isla una ociosa mañana de domingo. Una vieja chaloupe sobrecargada nos trasladaría a nuestro destino surcando las aguas color turquesa del Atlántico. Mientras nos agolpábamos con el gentío que subía a bordo, un chaval espabilado nos hizo señas para que le siguiéramos por una puerta lateral que evitaba las aglomeraciones. Fue el primer amigo que hicimos. Se llamaba Mamadou y a sus escasos doce años ya era un experto zapatero que, ataviado con una pequeña lata de herramientas que llevaba a todas partes, empleaba sus habilidades para ganarse dignamente la vida. Después de pugnar con los pasajeros para instalamos en un rincón en la cubierta, Mamadou se esforzó en demostrarnos su buen hacer cosiendo y pegando sus propias sandalias, mil veces remendadas, mostrándolas satisfecho ante mi cámara de fotos. Su sonrisa permanente y sus ojos siempre iluminados, ajenos a su humilde condición, se convertirían en uno de los recuerdos más intensos que conservo de aquel día.

Cuarenta minutos de travesía y desembarcamos en la isla de Gorée, cuya silueta inconfundible se venía perfilando desde lejos. Su atmósfera soñadora y tranquila te embelesa al instante, y la ausencia de automóviles en sus calles de tierra sin asfaltar refuerza esa sensación que te introduce en un tiempo lejano y perdido, más propio de siglos pasados, el tiempo de los exploradores, el tiempo de los colonos y de los traficantes de esclavos.

No es difícil imaginar el interés de los europeos por esta isla. Sus acantilados volcánicos la convierten en una fortaleza natural, un punto estratégico que por su forma y orientación geográfica proporciona protección y refugio a las naves. Desde aquí, cinco millones de africanos, arrancados de sus tierras, fueron deportados hacia América, el Caribe, la Guayana y Brasil como esclavos. La llamada “Maison des Esclaves”, la casa de los esclavos, con sus famosas escalinatas curvadas, anacrónicamente modernas, es testigo fiel de esta vergüenza de la historia europea. Visitarla, conscientes de lo que significa, es un verdadero acto de contrición. Alrededor de su patio central se distribuyen las diferentes habitaciones donde los condenados esperaban su deportación. El viaje era tan duro y la mortandad entre los esclavos tan grande, que antes de viajar los pesaban en una sala especialmente preparada para ello. Si el esclavo no daba un peso mínimo que supusiera una posibilidad razonable de llegar con vida al término de su viaje, se le retenía y se le cebaba durante semanas, a base de cereales y legumbres, hasta que alcanzara el peso adecuado. Aunque los expertos no parecen confirmarlo, algunos autores cuentan que desde la “puerta del viaje sin regreso”, situada tras la casa y frente al mar, los africanos cautivos veían la tierra en que nacieron por última vez en su vida, antes de embarcar en los pesados galeones donde permanecerían hacinados y encadenados durante cinco semanas. Algunos de ellos, los más bravos, intentaban aquí la última huida desesperada y caían bajo los disparos de sus captores. Para muchos la muerte era preferible al cautiverio.

El trazado de las calles de Gorée, sus señoriales mansiones y sus jardines tropicales son producto de la edad dorada de la isla en el siglo XVIII, cuando sus habitantes se enriquecían con el comercio humano. Las fiestas elegantes, los bailes y los conciertos de cámara eran aún mejores que los de la Corte parisina. Es por esta época que surgen en la alta sociedad de la isla las famosas signares, del portugués senhora, gracias a las cuales trasciende al mundo entero la belleza de las mujeres senegalesas. Signare era en realidad un verdadero título que designaba a la mulatas que contraían matrimonio con los comerciantes europeos, garantizando de esta forma su estatus de mujeres libres de por vida. Estos mantenían su unión de forma temporal, sólo mientras permanecían en África, ya que en su mayoría poseían esposa legítima e hijos en su país de origen. Pero al partir de regreso, al menos tenían la decencia de dejar a sus esposas africanas bien situadas, con espléndidas dotes que convirtieron a muchas de ellas en mujeres muy ricas, independientes y propietarias de las mejores mansiones de la isla, participantes activas en el comercio y la trata de esclavos. Famosas por su porte elegante y su capacidad de seducción, las signare se distinguían socialmente luciendo unos vistosos tocados confeccionados con tela de madrás, conocidos como njumbel. Ataviadas con coloridos vestidos de femme du peuple, usaban abanico y fumaban en pipa. Un verdadero escándalo.

Con la abolición de la esclavitud en 1848, el esplendor de Gorée llegó a su fin. La construcción en la costa, de la moderna ciudad de Dakar, hace que la isla inicie su largo camino hacia la decadencia y el olvido, a pesar de lo cual, ha sabido conservar un mágico encanto de antaño que poco a poco se ha abierto paso en la memoria, y que en la actualidad destaca por encima de su deplorable pasado. Su fuerte en ruinas es hoy un espléndido mirador, sus cañones oxidados sirven como bancos en calles y plazas, las casas de las más afamadas signare son ahora museos, y los siniestros túneles de su castillo se han convertido en talleres para los imaginativos artistas senegaleses.

Gorée, un lugar irrepetible, imprescindible de visitar.