Ebla, el primer imperio comercial
Ebla, el primer imperio comercial Autor: Juan Adrada Un curioso cartel con el anuncio del yacimiento arqueológico llama la atención del visitante hacia la aldea de Tell Mardikh, una pequeña población de apenas quinientas personas que viven de la agricultura y el pastoreo, junto a la cual se encuentran los restos de la antigua ciudad de Ebla. La palabra tell es muy frecuente en arqueología. Designa en árabe una colina artificial formada por la acumulación durante siglos de los escombros de antiguas construcciones que han quedado sepultadas por sus propios derrubios y por la acumulación de posteriores sedimentaciones. La abundancia de ladrillos de adobe y paja en el subsuelo convierten este tipo de terrenos en tierras muy fértiles, por lo que la mayoría han sido utilizados durante generaciones como campos de cultivo por los aldeanos del lugar. El aspecto exterior de un tell, por tanto, no difiere mucho del resto de las tierras cultivadas que suelen rodearlos, salvo por estar más elevado. Sólo la mirada experta del arqueólogo logra descubrir que bajo esa tierra arada hay enterrada toda una ciudad. Eso es Ebla, un tell de enormes dimensiones. Cincuenta y seis hectáreas de superficie formando un gigantesco terraplén artificial, más o menos circular, de quince metros de altura, con una colina en el centro que se eleva otros diez metros más. Bajo esta gigantesca pila de escombros se encontró hace casi cuarenta años uno de los más importantes centros urbanos de la antigüedad, protagonista indiscutible en la región durante ochocientos años, en los albores mismos de la historia. Aquí se ha realizado uno de los más grandes descubrimientos de la arqueología de este siglo. El archivo del palacio real eblaíta es una de las mayores y más antiguas bibliotecas de la historia de la humanidad. En su interior se encontraron diecisiete mil tablillas de textos económicos, políticos y religiosos. Documentos de un valor incalculable que han permitido conocer la vida, usos y costumbres del pueblo que vivió en Ebla hace cuatro mil trescientos años. COMIENZAN LAS INVESTIGACIONES El descubrimiento de Ebla fue un hito revolucionario. Durante casi dos siglos los arqueólogos habían imaginado el Tercer Milenio a.C. dominado por dos potencias civilizadoras, la egipcia junto al Nilo y la sumeria entre los ríos Tigris y Eufrates. Entre ellas y la prehistoria europea sólo existían pequeñas aldeas agrícolas diseminadas por aquí y por allá, de escasa importancia e incapaces de influir en el equilibrio político del mundo antiguo. En este marco, el norte de Siria era considerada una tierra poco o nada interesante, habitada únicamente por pastores nómadas hasta fechas muy tardías. El hallazgo del archivo real de Ebla cambió por completo este panorama. En las mismas fechas en las que caía el Imperio Antiguo en Egipto, dando paso al Primer Periodo Intermedio, y Sargón el Grande escribía una nueva página de la historia de Mesopotamia unificando las ciudades sumerias bajo el Imperio Universal de Accad, en estas tierras del norte de Siria se levantaba una importante ciudad circundada por cinco kilómetros de murallas y coronada de templos y palacios. Según una tablilla hallada en el archivo real, Ebla contaba con una población de doscientas sesenta mil personas. Su gobierno dependía de un rey, un administrador y un consejo de sabios, todos ellos elegidos cada siete años. Un esquema político que ha sido comparado muchas veces con las repúblicas del Renacimiento italiano. La eficaz labor de once mil setecientos funcionarios, convirtieron a Ebla en una potencia económica de primer orden, el centro de una civilización autónoma que ejerció su hegemonía política y cultural desde el Mediterráneo hasta Persia y desde Anatolia a Egipto, capaz incluso de hacer frente al avance expansionista de los acadios de Sargón, ante el que habían sucumbido todas las antiguas capitales mesopotámicas. En 1.963 llegó a Tell Mardikh Paolo Matthiae, en aquella época un joven profesor de arqueología de la Universidad La Sapienza de Roma que había trasladado su interés por el mundo antiguo desde Egipto a Oriente Medio. Visionario al estilo de Heinrich Schliemann, exploraba aquel tell convencido de poder demostrar la existencia de ese reino fabuloso que llegó a dominar Siria y Mesopotamia durante algunos siglos del Tercer Milenio, para desaparecer después misteriosamente sin dejar rastro y quedar completamente olvidado hasta nuestros días. Sus únicas pistas eran algunos antiguos pasajes de textos acadios, hititas y egipcios que apenas daban unas escasas indicaciones, sumidas casi más en la leyenda que en la realidad histórica. Cuando las autoridades sirias invitaron a especialistas de todo el mundo a realizar excavaciones arqueológicas en los centenares de tell que había diseminados por el norte del país, los italianos tuvieron serias dudas sobre el interés que podía tener emprender excavaciones en un lugar tan remoto y desolado. Después de todo, Italia no tenía una tradición investigadora en Oriente y el dinero escaseaba incluso para las propias excavaciones italianas. La mayoría de los catedráticos no querían ni oír hablar del asunto. En cierto modo se sentían fuera de lugar, acostumbrados a investigar tumbas etruscas y villas romanas en un marco de relativa comodidad. No es de extrañar entonces que el joven Paolo Matthiae fuese el único dispuesto a emprender una empresa que le llevaría lejos de su casa dos meses cada año durante el resto de su vida, para vivir en unos incómodos barracones y trabajar con escasos medios, bajo un sol abrasador, a cuarenta grados de temperatura. IDENTIFICACIÓN POSITIVA Excavar Tell Mardikh ha sido labor de muchos años de paciente espera, sacando a la luz pequeñas porciones del pasado hasta tener suficientes piezas con las que reconstruir coherentemente la historia de la ciudad. El primer reto fue identificar el nombre verdadero del lugar que estaban excavando los arqueólogos. Numerosos indicios parecían demostrar que efectivamente se trataba de la antigua Ebla, a la que las fuentes antiguas describían como una importante ciudad amurallada, capital de un gran imperio comercial, situada en una zona de confluencia de rutas entre Oriente y el Mediterráneo, y rodeada de ricas zonas de cultivo. Pero no existía un solo documento arqueológico que confirmara semejante hipótesis. La primera exploración superficial del yacimiento en 1.964 permitió recopilar muchos restos de cerámica y terracotas sacadas fuera de estrato por la acción de la agricultura y de los fenómenos atmosféricos, pero que indicaban claramente la presencia de decenas de culturas diferentes en el interior de aquella colina. Tras unos primeros meses de prospección, comenzaron a aparecer los restos de una muralla rodeando la ciudad, los escombros de unas antiguas viviendas y las estructuras de un posible palacio en el centro, conformando una especie de Acrópolis. Las primeras excavaciones se realizaron en el palacio real, con algunos hallazgos esporádicos de escasa importancia que se prolongaron durante varios años de fatigas y éxitos, decepciones y esperanzas, hasta que en 1.968 un golpe de suerte permitió confirmar la sospecha que rondaba por la cabeza de todo el equipo y que para Matthiae había sido pura convicción desde sus años en la Universidad. En un sector recientemente abierto de la región sudoeste de la Acrópolis apareció una estatua de basalto negro, carente de cabeza y rota en varios puntos. Era atribuible a la edad del Bronce Medio, aunque había aparecido fuera de estrato, en los niveles persa-helénicos, lo que hizo pensar que había sido reutilizada para adornar la casa de uno de los últimos habitantes del tell. Lo que hacía de esta estatua mutilada un hallazgo de valor incalculable era una inscripción en caracteres cuneiformes grabada sobre su superficie, el primer texto escrito encontrado en Tell Mardikh. La traducción de la inscripción no sólo confirmó que las ruinas enterradas en aquel tell eran las de la antigua Ebla, sino que además ofreció los nombres de dos importantes personajes reales que vivieron en la ciudad, Ibbit-Lim e Igrish-Knep, además de mencionar a una conocida divinidad sumeria, la diosa Ishtar. A pesar del hallazgo, las dudas persistieron durante algún tiempo más. Después de todo, la estatua había sido encontrada fuera de estrato y podía haber sido transportada hasta allí, después de un saqueo, desde cualquier otro sitio, o haber sido donada por la verdadera Ebla al soberano de aquella oscura ciudad sepultada en el tell. Existía además otro punto de controversia. Gracias a la inscripción de una lampara votiva de mármol verde conservada en el Museo de Bagdad, se sabía que Ebla había sido conquistada por Naram-Sin, sobrino de Sargón el Grande y heredero del imperio acadio, alrededor del año 2.300 a.C. Pero aquello no se correspondía con la ciudad descubierta por Matthiae que se remontaba al 1.800 a.C. Si se trataba realmente de Ebla, existía una ciudad mucho más antigua bajo las ruinas que se estaban excavando. Evidentemente, quedaba mucho por explorar, y lo mejor aún estaba por llegar. LOS ARCHIVOS DEL PALACIO REAL El descubrimiento de los archivos reales de Ebla no fue un hallazgo fortuito, sino un verdadero rapto de intuición por parte de Paolo Matthiae. Durante los siguientes cinco años de excavaciones, entre 1.969 y 1.973, ningún nuevo descubrimiento de importancia turbó la rutina de las excavaciones. Se realizaron numerosos sondeos para intentar encontrar la Ebla del 2.300 a.C. pero los resultados fueron siempre negativos. Hasta que un día de 1.973, durante un paseo solitario, Matthiae reparó en un detalle que nunca había llamado su atención hasta aquel momento. La parte suroeste de la Acrópolis, sobre la que se asentaban los muros del gran templo del Bronce Medio, presentaba una disposición realmente extraña. En lugar de descender con suavidad hacia la ciudad baja, se hallaba interrumpida por terrazas artificiales cuya realización parecía fuera de toda lógica. La excavación inmediata del lugar descubrió, bajo el terreno superficialmente removido por la agricultura, una segunda superficie friable y rojiza, típica de la disgregación de ladrillos que han sido quemados por el fuego. Se trataba de las ruinas de una colosal construcción que se erguía en los bordes de la Acrópolis, y que los habitantes del Bronce Medio habían cubierto para nivelar el terreno a la altura de su templo. Aquellos podían ser los restos del Bronce Antiguo que tanto habían buscado. Durante las siguientes campañas, las excavaciones se concentraron en aquel lugar. Se descubrieron las paredes de ladrillos crudos finamente recubiertas de blanco y en todas podía observarse claramente las huellas de un gran incendio. El hallazgo de la primera tableta del archivo real fue verdaderamente emocionante, sobre todo porque se producía en estrato, es decir, dentro del marco arqueológico que permitía demostrar su pertenencia la Tercer Milenio a.C. Después, la razón no daba crédito a todo lo que iba apareciendo ante los ojos. Miles de textos económicos, políticos, religiosos, jurídicos, tratados internacionales e informes militares se agolpaban unos sobre otros, tal y como habían caído desde sus estantes desplomados cuatro mil trescientos años atrás. Las tablillas variaban de tamaño entre los cinco y los treinta y cinco centímetros. Muchas aparecían perfectamente conservadas, otras estaban rotas en cientos de fragmentos que debían ser cuidadosamente recogidas y ordenadas para su posterior restauración y traducción. Pero lo más importante era el idioma en el que estaban escritas. Los caracteres eran sin duda cuneiformes, la antigua escritura inventada por los sumerios a comienzos del Tercer Milenio, pero estos archivos revelaban la existencia de un nuevo idioma hasta ahora desconocido. Los especialistas lo han llamado eblaíta, la más antigua lengua semítica escrita de la historia, y su estilo ha sido recientemente comparado con el de unas tablillas del 2.600 a.C. descubiertas en Tell Fara (Shuruppak) y Abu Salabikh, en Irak. Como ya se ha visto, el contenido de los documentos era muy variado. Se encontraron textos literarios con fondos mitológicos, sortilegios, colecciones de proverbios e himnos a numerosas deidades, muchas de ellas conocidas sólo por la literatura babilónica más tardía, como Enki, Enlil, Utu, lnana, Tiamut, Marduk y Nadu. Pero la mayoría de las tablillas contenían documentos económicos, como aranceles, recibos, y tratados comerciales. Ebla estaba en contacto con muchas ciudades de Asia Menor. Algunas de las tablillas más interesantes eran listas de hasta doscientas sesenta ciudades ubicadas en sus regiones geográficas, que se entregaban a los mensajeros que iban a cruzar ciertas rutas. Había otras listas con los Estados que estaban sujetos a Ebla, a la que rendían vasallaje. En algunas se ha creído reconocer incluso el nombre de pueblos bíblicos, como Ashdod y Sidón. Se han encontrado también ciento catorce tablillas con alfabetos arcaicos que relacionan diferentes lenguas mesopotámicas que utilizaban los caracteres cuneiformes como medio de expresión escrita. Uno de estos vocabularios contiene casi mil palabras traducidas, y existen dieciocho duplicados del mismo, realizados por alumnos de las escuelas de escribas como parte de su aprendizaje. Estos alfabetos han sido determinantes para los trabajos de traducción de las tablillas. Esta compleja labor fue comenzada por el profesor Giovanni Pettinato, de la Universidad de Roma, continuándola más tarde el doctor Alfonso Archi, epigrafista oficial de la misión hasta la fecha. La edición de los textos comenzó en 1.982 y en la actualidad existen diez volúmenes publicados que contienen varios cientos de textos completos y cerca de un millar de fragmentos. Desde 1.993, la misión arqueológica italiana cuenta con la colaboración del doctor Ignacio de Urioste Sánchez, de la Universidad Autónoma de Madrid, que participó en una campaña de estudios epigráficos llevada a cabo en el Museo de Idlib, en Siria, donde actualmente se conserva el material procedente de los archivos eblaítas. Este investigador español estuvo a cargo de la restauración, limpieza y estudio de algunos documentos cuya temática se centraba en la contabilidad de los metales preciosos. En los últimos años, el profesor de Urioste dirige un proyecto para construir una base de datos informatizada que contendrá todos los textos publicados del archivo real y agilizará su consulta, poniéndolos a disposición de todo el mundo a través de Internet. La transliteración y traducción de los documentos ha sido a veces motivo de controversia, como la protagonizada por el profesor Pettinato, cuyos estudios han puesto de relieve importantes similitudes entre algunos nombres propios de personajes y lugares aparecidos en las tablillas del archivo eblaíta con otros usados siglos más tarde en el hebreo del Antiguo Testamento. Algunos de los nombres mencionados por el profesor Pettinato son e-sa-um (Esau), da-‘u-dum (David), sha-‘u’-lum (Saul), Ish-ma-ll (Ismael), significando este último “Il (El? Dios) me ha oído”. Otros ejemplos podrían ser En-na-ni-Ya (Il/Ya tiene misericordia de mí), A-dam-Malik (hombre de Milik), ‘Il-ha-il (Il es fuerza), Eb-du-Ra-sa-ap (sirviente de Rasaph), Ish-a-bu (un hombre es el padre), Ish-i-lum (un hombre es el dios), I-ad-Damu (la mano de Damu) y Ib-na-Malik (Milik ha creado). Muchos estudiosos hebreos reconocen parecidos muy notables con el hebreo utilizado en el Antiguo Testamento, aunque la tesis no está exenta de polémica. RECONSTRUYENDO EL PASADO A pesar de que las conclusiones derivadas de la lectura de los archivos aún son provisionales, las excavaciones realizadas a lo largo de todos estos años han hecho surgir un cuadro bastante completo de la Ebla del Tercer Milenio. Una ciudad de enormes proporciones que dominó económica y políticamente una vasta región geográfica durante varios siglos. Su insólita estructura urbana había sido ideada para satisfacer su función de centro de intercambio de mercancías. Cuatro largas calzadas unían las puertas de la muralla que rodeaba la ciudad con la Acrópolis, en la que una vasta y eficiente administración cumplía con sus funciones. Un plataforma junto al pórtico norte del Palacio Real ha sido identificada como la Corte de Audiencias en la que el rey personalmente trataba los asuntos de Estado. Hasta allí eran escoltadas las caravanas que llegaban de todas partes para cumplir con los requisitos legales y pagar las tasas correspondientes. Dabir era el dios principal de la ciudad, pero Dagon, Sipish, Hadad, Balatu, y Astarté también recibían culto en los numerosos templos que se distribuían por la ciudad. El clero usaba en sus ritos la antigua lengua sumeria que persistiría durante siglos por todo Asia Menor como lenguaje sagrado. Alrededor de la Acrópolis estaba la ciudad baja, en la que vivían más de cincuenta mil personas junto a sus comercios y talleres de artesanía. Estos surtían a un gran número de ciudades, algunas muy lejanas como Mari, Assur o Biblos, de manufacturas, muebles de madera, tejidos de lana y lino, aceite de oliva, vino, cerveza y toda clase de joyas y objetos preciosos. Embajadores altamente cualificados se encargaban de las relaciones con las capitales sumerias, el cobro de tributos a los Estados vecinos, ejerciendo un control directo sobre al menos diecisiete ciudades importantes, y la estipulación de los tratados internacionales, desde Grecia a la India y desde Egipto al Mar Negro. Alrededor de las murallas, los fértiles campos producían cebada, trigo, olivos, higos, vid, granadas, y lino, en medio de inmensos rebaños de ovejas y cabras que junto a los cerdos, constituían la riqueza ganadera de la ciudad. Ebla era a todas luces un lugar privilegiado, con una economía próspera, que despertaría la ambición de los acadios y provocaría al final su destrucción a manos del rey Naram-Sin. Los acadios ya había intentado conquistar Ebla como parte de su política expansionista. El rey Sargón el Grande había iniciado una serie de conquistas con las que unificó bajo su mando las antiguas ciudades sumerias de Mesopotamia, pero fracasó en su intento de anexionar a su imperio una potencia económica tan fuerte. A instancias suyas, el rey Iblul II de Mari atacó Ebla, pero la agresión fue respondida por el general Enna-Dagan que al mando de un numeroso ejercito avanzó hacia Mari en una campaña militar sin precedentes. Enna-Dagan derrotó a la ciudad de Mari, conquistándola y obligándola a rendir vasallaje a Ebla. Su victoria aparece descrita en uno de los más importantes documentos del archivo real eblaita. Pero semejante triunfo sólo sería momentáneo. Veinte años más tarde, al ocupar el trono, Naram-Sin se dispuso a terminar el trabajo empezado por Sargón, y hacer desaparecer de una vez por todas aquella arrogante ciudad que limitaba la expansión de su imperio. La estrategia de Naram-Sin fue primero minar poco a poco las bases económicas y sociales de la ciudad, convencer a los Estados vasallos para que interrumpieran el pago de tributos a Ebla y por último lanzar el ataque militar. Ebla sucumbió finalmente ante Naram-Sin alrededor del año 2.250 a.C. y este no se limitó a conquistarla. Quiso destruirla por completo, infringiendo el más terrible castigo al único reino que se había opuesto eficientemente al poderío de Accad. El oro, la plata, las piedras preciosas, los muebles, las estatuas, las telas y todo lo que tuviese algún valor fue saqueado por el ejercito del rey victorioso. Después, el fuego terminó de arrasar el Palacio Real y la ciudad entera. Y mientras las casas, los templos y los palacios de Ebla se derrumbaban sobre sí mismos, en un rincón junto a la Corte de Audiencias, diecisiete mil documentos de arcilla, despreciados por los soldados de Naram-Sin, quedaban sepultados bajo los escombros a la espera de ser descubiertos cuatro mil años más tarde. Fue precisamente el fuego lo que preservó para la posteridad las tabletas de arcilla cruda del archivo real. El calor del incendio las coció y las endureció protegiéndolas de la humedad que durante siglos habría terminado deshaciéndolas por completo. Paradójicamente, el afán destructor de Naram-Sin fue el factor decisivo que permitiría a los científicos, siglos más tarde, reconstruir la historia de la ciudad, dejando impreso su nombre para siempre en los libros de historia. UNA LARGA DECADENCIA Pero este no sería el final de Ebla. Sobre las ruinas del Tercer Milenio los amorreos construyeron una nueva ciudad, la primera excavada por Matthiae. Aunque nunca llegó a alcanzar el esplendor de su predecesora, experimentó un desarrollo único para la época. Sus nuevos reyes se preocuparon de reforzar las defensas de la ciudad y la vieja muralla se transformó en un gigantesco terraplén de veinte metros de alto y cincuenta metros de espesor en su base. También las puertas de acceso fueron transformadas, convertidas en verdaderos túneles de bloques de basalto negro, interrumpidos por tres puertas macizas colocadas a distancias regulares entre sí. Los muros de la Corte de Audiencias fueron derruidos y todo el terreno nivelado hasta la base de los nuevos templos de la Acrópolis. Nuevos funcionarios continuaron con la administración del nuevo palacio y el cobro de tasas y tributos se impuso otra vez. La actividad comercial de la ciudad se prolongó durante siete siglos más, hasta su definitiva desaparición, probablemente a manos de los hititas, hacia el 1.600 a.C. Cuando el faraón egipcio Tutmosis III emprendió su victoriosa campaña por Asia Menor, pudo visitar Ebla, quedando maravillado ante el esplendor de sus ruinas. El recuerdo de su encuentro con la ciudad, abandonada desde hacía trescientos años, está descrito con todo detalle en los pilonos del Templo de Karnak. Aún cuatrocientos años más tarde, en plena Edad del Hierro, se instalaron en la vieja Acrópolis algunos puestos militares, seguramente avanzadas del Imperio Arameo de Hamat y Lagash, que fueron barridos por los asirios de Sargón II. Durante dos siglos más, las ruinas de la ciudad fueron ocupadas por una pequeña comunidad de campesinos, hasta la llegada de los persas hacia el siglo V a.C. que erigieron un palacete y algunas casas, reutilizando algunos materiales de la Edad del Bronce, como la primera estatua de basalto encontrada por Matthiae con inscripciones cuneiformes. Entre el siglo I y el V d.C. la ciudad estuvo completamente abandonada, hasta la llegada de una comunidad de monjes ascetas, inspirados en el estilismo de San Simeón. El último asentamiento en la zona es medieval, y se debe a los cruzados que vivieron allí en 1.098, antes de partir a la conquista de la ciudad de Maarret el-Numan. Nueve siglos más de olvido y erosión atmosférica acabarían de derrumbar los viejos edificios, disgregando los ladrillos de adobe y redondeando las formas, hasta alcanzar el aspecto desolado e imponente que se extendía frente al profesor Paolo Matthiae cuando eligió este lugar como motivo de sus investigaciones en 1.963
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